Si hay algo que me asombra es mi
capacidad para recordar detalles mínimos, en comparación con la poca habilidad
que tengo para acordarme de las cosas verdaderamente importantes. Y no estoy
hablando de fechas significativas o de cosas que tenemos que hacer. No, no es
eso lo que estoy tratando de expresar. Para eso existen los recordatorios, la
agenda o alguna que otra alarma. Y sin embargo, llegué a descubrir que los
recordatorios jamás nos van a hacer acordar de lo que verdaderamente queremos
saber: Jamás van a poder decirnos que nos hace bien ir a determinador lugares, lo
bien que la pasamos con determinadas personas, y que ciertas salidas son
únicas. El sonido de una alarma nunca va a poder hacernos recordar los momentos
compartidos, e invitarnos a compartir nuevos.
A esos otros recuerdos quiero
referirme: a los importantes que hay que sólo nosotros podemos hacer presentes.
Vale más recordar un momento que una fecha; una anécdota que un aniversario o
hasta recordar los gustos del otro que su número de teléfono. Y aunque nos
cueste, esto es lo que más olvidamos.
Recordar nos construye, nos indica
quiénes fuimos para llegar a ser quienes somos, y nos invita a pensar en
quienes queremos ser. Recordar
simplemente nos recuerda. Nos hace felices, aún recordando las experiencias
tristes. Nos explica quiénes fuimos; quienes somos... y hasta quizás quienes
seremos. Recordar que fuimos amados; que nos hicieron e hicimos sonreír; que el
viento pegó contra nuestra cara; y hasta que algún día salimos completamente
despeinados de la playa por haber estado todo el día en el mar.
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